Ayer estuve bastante aburrido, así que me puse a ojear una revista de la década del sesenta que era de la biblioteca de mi abuelo. "La Segunda Guerra Mundial", de Picadilly Press. 1965, Editorial Codex
Ahí encontré esta interesante y triste historia de un cabo que logró escapar al cerco de las tropas alemanas de Stalingrado, azotadas por el Ejército Rojo y por el duro invierno ruso:
El cabo Nieweg, de la 4° Batería Antiaérea, golpeó en la bota al hombre que estaba tendido delante de él. No recibió respuesta. Nieweg, incorporándose, lo observó detenidamente. Aquel hombre no podría responderle nunca; su boca estaba llena de nieve y el cuerpo comenzaba a hundirse en ella. Nieweg hizo un gesto y miró a su alrededor. Realmente, no valía la pena ocuparse de él; muchos más estaban así, inmóviles, cubiertos de nieve, en paz, al fin...
Nieweg encendió su pipa pero la apartó de su boca, asqueado. La falta de tabaco lo había obligado a llenarla con el contenido de su colchoneta de campaña... El humo, irrespirable, era nauseabundo... uno a uno, los hombres comenzaron a incorporarse. Estaban allí dos artilleros, dos soldados del Servicio Postal, un subteniente de la 719 división de Infantería, unos veinte infantes y algunos hombres más, de diferentes unidades. Eran en total unos cincuenta combatientes. Entre ellos había, inclusive, dos pilotos de la Luftwaffe. Tras un breve conciliábulo, decidieron permanecer juntos. Pocas palabras bastaron. Solos, uno a uno, estaban perdidos. Unidos podían intentar la aventura de escapar de Stalingrado y llegar a las líneas alemanas. Era una probabilidad entre mil, pero valía la pena intentarla.
Nieweg hizo un rápido inventario de sus pertenencias. Decidió deshacerse de cuanto pudiera estorbarlo en la marcha. Rápidamente arrojó lejos de si la marmita del rancho, que de muy poco podría servirle; la pequeña radio portátil siguió el mismo camino; la ametralladora, sucia y oxidada; el casco de acero, el cinturón y la mochila; todo quedó atrás. Nieweg y sus compañeros tomaron sus botas, los capotes destrozados, las mantas y algunas cartas y fotografías. Decidieron conservar sus relojes, a pesar de las diferencias de hora que presentaban todos ellos. Y partieron...
La larga marcha hacia las líneas alemanas se presentó como un interminable camino jalonado de cuerpos exhaustos. Uno a uno, vencidos por el hambre y el frío, los hombres fueron cayendo sobre la nieve. Otros, alcanzados por disparos de soldados rusos aislados, quedaron allí para siempre. El día 28 de enero de 1943, desde un avión alemán de reconocimiento, la tripulación avistó a un pequeño grupo de hombres que avanzaba sobre la helada estepa. Descendiendo hasta unos doscientos metros del suelo, el observador pudo distinguir las señales frenéticas de los fugitivos. Inmediatamente comunicó la novedad a su base. El mariscal Milch decidió tratar de auxiliar al grupo en marcha. Al día siguiente les fueron arrojados mapas y alimentos. Era el 29 de enero y los hombres se encontraban a casi veinte kilómetros al oeste de Kalatsch. En ese momento, el grupo había quedado reducido a unos veinticinco hombres.
El 30 de enero, la Luftwaffe pierde todo contacto con los fugitivos. El 31, los pilotos encargados de tratar de localizarlos comunican: "Sin rastros de la unidad”. Una orden del mariscal Milch dispone que la búsqueda continúe hasta el día 2 de febrero. Pero todo es en vano. La estepa es un gigantesco desierto de nieve. Los hombres han desaparecido. La Luftwaffe abandona la búsqueda... ¿Qué ha ocurrido con aquellos soldados? ¿Dónde están? Nadie lo sabrá hasta un mes después. Efectivamente, el día 3 de marzo un hombre agotado por la fatiga y el hambre, extenuado por el frío y el sueño, casi enloquecido por la soledad y el silencio de la estepa, arrastrándose, llega hasta un puesto avanzado alemán. Es el cabo Nieweg, único sobreviviente del grupo de fugitivos de Stalingrado. Más de cincuenta camaradas han muerto en la travesía. Sólo él ha llegado. Han sido ciento veinte kilómetros a través de la estepa, cruzando las líneas rusas, ocultándose, enterrándose en la nieve, escarbando el duro suelo en busca de raíces para alimentarse, sufriendo horrores indescriptibles. Pero al fin está allí…
El comando alemán decide enviar enseguida al cabo Nieweg a la retaguardia. Al día siguiente partirá. Pero el día siguiente no llega nunca. Horas después de su llegada, el disparo aislado de un francotirador soviético le atraviesa la cabeza. La odisea del cabo Nieweg ha terminado.
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