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En la mañana del onceavo día, mientras efectuamos nuestro
cotidiano ejercicio de inmersión, al efectuar pruebas del periscopio, observo
una mancha negra que empaña el cristal, y llamo al timonel interpelándolo de
mal talante:
—Gustavo —le digo, el periscopio vuelve a estar sucio
otra vez.
—Yo le aseguro a usted, mi comandante, que lo he
limpiado, como todos los días.
—Pues yo te repito
que esto es una porquería —insisto, levantando la voz—, y no estoy dispuesto a
consentir...
Las palabras se ahogan en mi garganta, porque, al volver
a mirar por el cristal me doy cuenta de que la famosa mancha se ha agrandado
considerablemente, y no es tal, sino el humo de un vapor que viene en línea
recta hacia nosotros.
¡A los puestos de combate! —ordeno, muy excitado.
Es un petrolero inglés, de lo menos seis mil toneladas, que
navega solo, describiendo grandes zigszags: hace mucho tiempo que no nos ha
caído en suerte una ganga como esta, y para no perder tiempo, pasamos por
debajo de él y emergemos por su misma popa, listos para el combate de
artillería. Como medida de precaución, hago girar el periscopio en todas
direcciones, observando el horizonte, y entonces me llevo un susto mayúsculo:
por occidente ha aparecido todo un bosque de palos, que anuncian la presencia
de un convoy numerosísimo y bien guardado.
Hemos estado a punto de caer en una trampa para
submarinos, porque no hay duda que el presunto petrolero, no es más que un
buque avanzado, puesto como cebo. Afortunadamente, hemos podido darnos cuenta a
tiempo, y sumergirnos nuevamente antes de que los barcos de escolta nos hayan
localizado y podido atacar con sus cargas de profundidad.
Al zallar nuevamente el periscopio, el convoy se haya muy
lejos, y juro como un condenado para sacarme el mal humor del cuerpo, pero otra
vez la palabra se me atraviesa en la garganta, porque, a menos de 1.000 metros,
diviso un barcarón de lo menos 7.000 toneladas que viene en línea recta hacia
mí. Está tan cerca, que claramente puedo apercibir las grandes cajas estibadas
sobre su cubierta, así corno la silueta de numerosos cañones trincados sobre la
boca de escotilla.
Lo demás es un juego de niños. El barco (probablemente,
perdido contacto con el resto del convoy) se presenta en tan magníficas
condiciones, que no tengo más que esperar el momento oportuno y lanzarle el
torpedo, que va a darle en pleno costado. En menos de cinco minutos, se inclina
a babor y da la voltereta, mientras sus tripulantes embarcan precipitadamente
en los botes y se alejan a fuerza de remo.
Pensamos que la racha de mala suerte habrá terminado con
esto; pero, lejos de ello, parece haberse agudizado, pues transcurren otros
siete días sin que avistemos otra cosa que mar y cielo. Llega un momento que
nos cobramos tal antipatía uno a otro, que al sentarnos juntos a la mesa, en la
hora de las comidas, nos da náuseas, y el más nimio de los actos se nos antoja
algo intolerable, como un insulto personal que no podemos consentir.
Por fin, en la tarde del último día, divisamos un convoy
bastante nutrido, y, sin tomar grandes precauciones, avanzamos a toda máquina
para situarnos en favorable posición de lanzamiento, ya que no queremos perder
tan magnífica ocasión.
Disparo el tubo uno, a continuación los números dos y
tres, y permanezco acurrucado junto a mi periscopio, observando la estela
blanca de los torpedos, que van en línea recta a los blancos elegidos.
El primero en hundirse es el Cadillac, de 12.000
toneladas, seguido del Gracia, de 5.600. Para terminar, vemos cómo da la
voltereta el tercero, cuyo nombre no puedo leer, pero que resulta un barcarón
de unas 7.000 toneladas, cargado hasta el disco. En total, una 24.000 toneladas
menos que poseerá la Flota inglesa.
Rápidamente corre la voz por todo el submarino del éxito
obtenido, y aquello hace que los rostros se aclaren y los ánimos pierdan la
pasada irritabilidad. Por otra parte como si la racha de mala suerte hubiera
dado fin, veinticuatro horas después descubrimos otro barco, con las luces
apagadas, al que hundirnos a cañonazos, para ahorrar torpedos, enviando su
cargamento de trigo al fondo del mar, y aprovisionando a los botes de pan y
salchicha para que puedan llegar a tierra.
El siguiente día nos trae dos barcos más: un inglés de
4.000 toneladas, cargado de madera, y un petrolero al que también cañoneamos y
que nos da una sorpresa bastante grande, pues después de haberlo tocado cuatro
veces por debajo de la línea de flotación, en lugar de hundirse, vemos como su
casco sobresale cada vez más del agua. La explicación resultó bien sencilla, ya
que todo consistía en que el aceite crudo, al derramarse en la mar, aligeraba
su carga, dejándolo más boyante; terminamos por dirigir nuestros tiros al departamento
de máquinas, y entonces desapareció rápidamente, dejando una enorme capa
oleaginosa sobre la superficie del mar.
Comenzamos a estar satisfechos del resultado de nuestro
crucero y ya pensamos en las alegrías del regreso, habiendo totalizado la suma
de 40.000 toneladas hundidas (exactamente 39.885), cuando captamos un radio de información
alemana que dice: "Ha regresado a su
base el sumergible "U- ", habiendo hundido 54.000 toneladas de barcos
enemigos".
Las caras vuelven a ponerse largas, pues justamente se
trata de la unidad mandada por un comandante cuya carrera submarinista se forjó
con nosotros, y no nos hace mucha gracia vernos superados tan fácilmente y por
tanto margen. Se oyeron serios murmullos, e incluso Steinhagen, el
radiotelegrafista, resume la opinión general, diciendo sentenciosamente:
-¡Es triste ver cómo la juventud crece y se hace más alta
que nosotros!
Tal pesadumbre se me antoja una poco infantil, pero, en
el fondo, no me desagrada, ni mucho menos, el espíritu de emulación que reina
entre mi gente, de forma que, en lugar de reñirles al sorprenderlos murmurando,
los ánimos con algunas palabras, diciéndoles que antes de regresar a nuestra
base tal vez tengamos la suerte de dar otro buen golpe.
Al amanecer me despiertan, y cañoneamos otro vapor, el Empire
Toucan, que se va a pique al quinto disparo, y por la tarde damos con un vapor
griego, que conduce contrabando de guerra para un puerto inglés, y al que
hundimos con un torpedo.
Pero, por más vueltas que damos a los números, nuestras
cuentas no salen, puesto que a duras penas reunimos cincuenta y un mil
toneladas. En cambio hemos gastado todas nuestras municiones, y solamente nos
queda a bordo la esperanza de no tener que dispararlo, por antojárseme un viejo
torpedo, que había reservado para el final, por defectuoso. No queda más remedio:
hay que emprender la ruta del regreso, y, a menos que se produzca un milagro,
habremos sido superados por otro.
Pero está visto que, esta vez la suerte a cambiado
completamente, porque en la misma tarde damos vista a un enorme vapor, de dos chimeneas,
que avanza en zigzag, y cuyo nombre, aun cuando no se distinga, me indica que
debe ser uno de la misma clase y compañía que el Ormonde, de 15.000 toneladas.
Sale el torpedo, y durante varios segundos permanezco fuertemente
agarrado al periscopio, contando ansiosamente, hasta que, de improviso, oímos la
detonación, mientras veo cómo el buque se inclina pesadamente sobre el flanco y
empieza a hundirse.
Cuando, después de dado el rumbo de regreso, bajo a mi
camarote para reposar un rato de tantas emociones, no puedo menos que echarme a
reír. Alguien ha escrito con tiza, sobre la puerta, en grandes letras, el
siguiente letrero: ¡66.587 toneladas! ¡Aprendedlo de memoria!"
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