Herbert Werner fue un destacado oficial de la fuerza de sumergibles alemana en la Segunda Guerra Mundial. Se destacó como oficial de guardia en los submarinos U-557, U-612 y U-230. A partir de 1944 comandó sus propios botes, el U-415 y el U-953. Obtuvo las Cruces de Hierro de primera y segunda clase.
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Werner |
Werner tomó mucha fama luego de la guerra, ya que su libro de memorias, excelentemente narrado, tuvo una gran éxito entre los amantes de los lobos grises. "Ataúdes de acero", publicado en los años setenta, es sin dudas uno de los libros fundamentales sobre la guerra submarina.
Sobre el final del libro, Werner describe las muy bien el ambiente de desesperación que comenzó a reinar entre los jóvenes oficiales de la Ubootewaffe en los días finales de la guerra. Como Otto Wermuth y Heinz Schaffer (U-530 y U-977 rendidos en Mar del Plata), y tal vez algún otro, Werner tenía un plan de huida a la Argentina que estuvo a pocas horas de ejecutar...
No había oro o jerarcas en huida. Había chicos deseosos de escapar de la tragedia, con el instrumento adecuado para ejecutar el plan de escape amarrado en un bunker. Además, resulta evidente, gracias a este relato, que los alemanes contaban con las cartas náuticas de las costas cercanas al Río de la Plata en sus bases de Noruega.
A continuación un extracto de las memorias de Werner, que cuentan esta historia:
…Con súbita y terrible claridad, veía ahora que la guerra estaba perdida; aceptaba lo que veía e imaginaba que todos terminaríamos en un inmenso campo de prisioneros a merced de nuestros despiadados enemigos. Seríamos ultrajados y sometidos a un trato brutal y no habría forma de escapar excepto muriéndose de hambre.
Empero, había una forma de escapar al horror que nos envolvería, un camino para evitar la intolerable humillación. Allí, en el muelle, estaba mi barco. Cuando estuviera completamente equipado lo llevaría a América del Sur, a Uruguay, o tal vez a la Argentina. Súbitamente, escapar con el barco me pareció el único medio para sobrevivir a la catástrofe. ¡Qué afortunado que era al haber podido conservarlo para esa última tarea!
Instantáneamente puse ese irresistible impulso en práctica y empecé a hacer planes. Envié a Hennecke en busca de las cartas necesarias sin comunicarle mis intenciones. Días enteros permanecí en mí habitación, inclinado sobre los mapas y estudiando rutas de escape. Sopesé y calculé mis posibilidades de llegar al Río de la Plata. Planeé reducir la tripulación a un esqueleto y llevar solamente a hombres seguros, de confianza y solteros, para reducir así el peligro de ser traicionado. Sabía que podía contar con la mayoría de mis tripulantes, pero no me sentía seguro sobre la inclusión de mis oficiales. El jefe había sido trasladado y uno nuevo, no familiarizado con la tripulación, sería una pesada carga. Lo mismo valía para el primer oficial y el alférez, ambos demasiado jóvenes para comprender la situación. En mi mente, elegí los pocos hombres claves que incluiría en mi conspiración. No más de unos pocos, porque estaba jugando un juego muy peligroso. No sólo estaría desafiando a la autoridad naval, sino a un fuerte grupo de fanáticos que abogaban por convertir a Noruega en una fortaleza y empezar una guerra propia en pos de alguna oscura victoria.
U-953
El 7 de mayo fue un día en que la histeria reinó suprema sobre todos nosotros. Los noruegos celebraban ruidosamente su liberación. Tres marineros nuestros, que fueron encontrados borrachos en compañía de noruegos, fueron encadenados por Juergensen, el oficial comandante, quien planeó sombriamente una corte marcial como advertencia. Y finalmente, pero no por ello menos importante, los británicos desembarcaron en Kristiansand, despertando especulaciones sobre una captura inminente de nuestro recinto. En medio de ese ambiente nervioso, convencí a mi buen amigo Fred Schreiber que escapara conmigo a América del Sur.
Con renuencia, aceptó mi plan. Huiríamos con su nuevo y pequeño submarino y sus hombres; haríamos con schnorkel todo el trayecto hasta Trondheim, donde mi U-953, más grande, seguía esperando, y en él viajaríamos a la Argentina con una tripulación seleccionada.
(…)
Esa noche, cuando estábamos por poner en práctica nuestro plan, se ordenó a todo el mundo en la base que se presentara en el taller de reparaciones para un «espectáculo» preparado por el Kapitaen Juergensen y sus ayudantes. Fred y yo retrocedimos horrorizados cuando entramos en la plazoleta débilmente iluminada donde las tripulaciones de los submarinos habían formado una herradura humana frente a la blanca pared del taller.
Allí, suspendidos de un patíbulo improvisado, había tres grandes lazos corredizos. Abajo había una gran mesa, con tres altos banquillos alineados encima. Frente a la horca había un tosco banco, cubierto con una enorme bandera naval de guerra. Una linterna marina, ubicada sobre el paño rojo, lanzaba una luz fantasmal sobre un sable naval y un ejemplar de Mein Kampf, el libro de Hitler. Un pelotón de infantes de marina armados se ubicó detrás del escenario. Los oficiales de la base se movían de un lado a otro. El Leutnant Lange, joven Adjudant de Juergensen, gritaba órdenes frenéticas.
Mientras la multitud se revolvía inquieta, Juergensen empezó a hablar:
—Soldados, os he llamado para demostraros como evitaremos otro 1918. Daré un ejemplo con estos tres desertores… un ejemplo que infundirá miedo en los corazones de todos los que alienten tendencias revolucionarias. Protegeremos y alimentaremos los ideales que nos fueron infundidos por nuestro martirizado Führer. ¡Guardias, traed a esos hombres ante la justicia!
Lo que siguió fue una perfecta pesadilla hecha realidad. Los cautivos, con las manos atadas a la espalda, fueron traídos a la plaza. Momentáneamente quedaron paralizados por la vista de las horcas, pero en seguida se liberaron y empezaron a correr. Lange disparó repetidamente contra un hombre por la espalda. (…)
Mucho después de medianoche, dos suboficiales me ayudaron a meter los cadáveres en un bote de remos. Les aseguramos grandes pesos en cuellos y pies y remamos hasta el centro del fiordo. Tres zambullidas, y los marineros muertos recibieron por lo menos una sepultura de marinos.
La ejecución modificó completamente la decisión de Fred de zarpar esa noche… o cualquier otra noche…
Los días siguientes el recinto permaneció en las garras de una calma mortal; la mayoría de los hombres estaban atónitos y enfermos de culpa por el asesinato organizado. La tragedia acabó con mis últimas y vacilantes esperanzas: cuando alemanes mataban a alemanes sin parpadear, no podía haber futuro para mí en mi patria ni misericordia en manos de los conquistadores. Sin embargo, con sorpresa de mi parte, los británicos ignoraron nuestros submarinos en la base y nada hicieron contra otros submarinos que cumplieron con la orden de entrar en el puerto inglés más cercano enarbolando una bandera negra en el periscopio extendido. Y mis temores se disiparon aún más cuando tuve mi primer contacto con un oficial británico.
Julio Mutti, siempre tan esclarecedor. Tan bien informado y aportando claridad! Mi pequeña historia, evidentemente, poco tiene que ver con estas tragedias. Sólo la seguridad de la existencia en un ignorado lugar de Santa Fe, hacia 1940, de un foco de preparación.
ResponderEliminarHola Julio "...Cuando alemanes mataban a alemanes sin parpadear...", tremendo !!, cuando fanáticos adoradores de un líder nefasto se resistían a aceptar un final inevitable y esperanzador.Con respecto a Ataúdes... una conmovedora y desgarradora pintura de la vida del submarinista de aquella WWII. Un abrazo.
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