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A la caza de un convoy

Extracto del libro autobiagráfico de Günther Prien, legendario comandante del sumergible U-47, el héroe de Scapa Flow.

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En la mañana del onceavo día, mientras efectuamos nuestro cotidiano ejercicio de inmersión, al efectuar pruebas del periscopio, observo una mancha negra que empaña el cristal, y llamo al timonel interpelándolo de mal talante:
—Gustavo —le digo, el periscopio vuelve a estar sucio otra vez.
—Yo le aseguro a usted, mi comandante, que lo he limpiado, como todos los días.
 —Pues yo te repito que esto es una porquería —insisto, levantando la voz—, y no estoy dispuesto a consentir...
Las palabras se ahogan en mi garganta, porque, al volver a mirar por el cristal me doy cuenta de que la famosa mancha se ha agrandado considerablemente, y no es tal, sino el humo de un vapor que viene en línea recta hacia nosotros.
¡A los puestos de combate! —ordeno, muy excitado.
Es un petrolero inglés, de lo menos seis mil toneladas, que navega solo, describiendo grandes zigszags: hace mucho tiempo que no nos ha caído en suerte una ganga como esta, y para no perder tiempo, pasamos por debajo de él y emergemos por su misma popa, listos para el combate de artillería. Como medida de precaución, hago girar el periscopio en todas direcciones, observando el horizonte, y entonces me llevo un susto mayúsculo: por occidente ha aparecido todo un bosque de palos, que anuncian la presencia de un convoy numerosísimo y bien guardado.
Hemos estado a punto de caer en una trampa para submarinos, porque no hay duda que el presunto petrolero, no es más que un buque avanzado, puesto como cebo. Afortunadamente, hemos podido darnos cuenta a tiempo, y sumergirnos nuevamente antes de que los barcos de escolta nos hayan localizado y podido atacar con sus cargas de profundidad.
Al zallar nuevamente el periscopio, el convoy se haya muy lejos, y juro como un condenado para sacarme el mal humor del cuerpo, pero otra vez la palabra se me atraviesa en la garganta, porque, a menos de 1.000 metros, diviso un barcarón de lo menos 7.000 toneladas que viene en línea recta hacia mí. Está tan cerca, que claramente puedo apercibir las grandes cajas estibadas sobre su cubierta, así corno la silueta de numerosos cañones trincados sobre la boca de escotilla.
Lo demás es un juego de niños. El barco (probablemente, perdido contacto con el resto del convoy) se presenta en tan magníficas condiciones, que no tengo más que esperar el momento oportuno y lanzarle el torpedo, que va a darle en pleno costado. En menos de cinco minutos, se inclina a babor y da la voltereta, mientras sus tripulantes embarcan precipitadamente en los botes y se alejan a fuerza de remo.
Pensamos que la racha de mala suerte habrá terminado con esto; pero, lejos de ello, parece haberse agudizado, pues transcurren otros siete días sin que avistemos otra cosa que mar y cielo. Llega un momento que nos cobramos tal antipatía uno a otro, que al sentarnos juntos a la mesa, en la hora de las comidas, nos da náuseas, y el más nimio de los actos se nos antoja algo intolerable, como un insulto personal que no podemos consentir.
Por fin, en la tarde del último día, divisamos un convoy bastante nutrido, y, sin tomar grandes precauciones, avanzamos a toda máquina para situarnos en favorable posición de lanzamiento, ya que no queremos perder tan magnífica ocasión.
Disparo el tubo uno, a continuación los números dos y tres, y permanezco acurrucado junto a mi periscopio, observando la estela blanca de los torpedos, que van en línea recta a los blancos elegidos.
El primero en hundirse es el Cadillac, de 12.000 toneladas, seguido del Gracia, de 5.600. Para terminar, vemos cómo da la voltereta el tercero, cuyo nombre no puedo leer, pero que resulta un barcarón de unas 7.000 toneladas, cargado hasta el disco. En total, una 24.000 toneladas menos que poseerá la Flota inglesa.
Rápidamente corre la voz por todo el submarino del éxito obtenido, y aquello hace que los rostros se aclaren y los ánimos pierdan la pasada irritabilidad. Por otra parte como si la racha de mala suerte hubiera dado fin, veinticuatro horas después descubrimos otro barco, con las luces apagadas, al que hundirnos a cañonazos, para ahorrar torpedos, enviando su cargamento de trigo al fondo del mar, y aprovisionando a los botes de pan y salchicha para que puedan llegar a tierra.

El siguiente día nos trae dos barcos más: un inglés de 4.000 toneladas, cargado de madera, y un petrolero al que también cañoneamos y que nos da una sorpresa bastante grande, pues después de haberlo tocado cuatro veces por debajo de la línea de flotación, en lugar de hundirse, vemos como su casco sobresale cada vez más del agua. La explicación resultó bien sencilla, ya que todo consistía en que el aceite crudo, al derramarse en la mar, aligeraba su carga, dejándolo más boyante; terminamos por dirigir nuestros tiros al departamento de máquinas, y entonces desapareció rápidamente, dejando una enorme capa oleaginosa sobre la superficie del mar.
Comenzamos a estar satisfechos del resultado de nuestro crucero y ya pensamos en las alegrías del regreso, habiendo totalizado la suma de 40.000 toneladas hundidas (exactamente 39.885), cuando captamos un radio de información alemana que dice: "Ha regresado a su base el sumergible "U- ", habiendo hundido 54.000 toneladas de barcos enemigos".
Las caras vuelven a ponerse largas, pues justamente se trata de la unidad mandada por un comandante cuya carrera submarinista se forjó con nosotros, y no nos hace mucha gracia vernos superados tan fácilmente y por tanto margen. Se oyeron serios murmullos, e incluso Steinhagen, el radiotelegrafista, resume la opinión general, diciendo sentenciosamente:
-¡Es triste ver cómo la juventud crece y se hace más alta que nosotros!
Tal pesadumbre se me antoja una poco infantil, pero, en el fondo, no me desagrada, ni mucho menos, el espíritu de emulación que reina entre mi gente, de forma que, en lugar de reñirles al sorprenderlos murmurando, los ánimos con algunas palabras, diciéndoles que antes de regresar a nuestra base tal vez tengamos la suerte de dar otro buen golpe.
Al amanecer me despiertan, y cañoneamos otro vapor, el Empire Toucan, que se va a pique al quinto disparo, y por la tarde damos con un vapor griego, que conduce contrabando de guerra para un puerto inglés, y al que hundimos con un torpedo.
Pero, por más vueltas que damos a los números, nuestras cuentas no salen, puesto que a duras penas reunimos cincuenta y un mil toneladas. En cambio hemos gastado todas nuestras municiones, y solamente nos queda a bordo la esperanza de no tener que dispararlo, por antojárseme un viejo torpedo, que había reservado para el final, por defectuoso. No queda más remedio: hay que emprender la ruta del regreso, y, a menos que se produzca un milagro, habremos sido superados por otro.
Pero está visto que, esta vez la suerte a cambiado completamente, porque en la misma tarde damos vista a un enorme vapor, de dos chimeneas, que avanza en zigzag, y cuyo nombre, aun cuando no se distinga, me indica que debe ser uno de la misma clase y compañía que el Ormonde, de 15.000 toneladas.
Sale el torpedo, y durante varios segundos permanezco fuertemente agarrado al periscopio, contando ansiosamente, hasta que, de improviso, oímos la detonación, mientras veo cómo el buque se inclina pesadamente sobre el flanco y empieza a hundirse.
Cuando, después de dado el rumbo de regreso, bajo a mi camarote para reposar un rato de tantas emociones, no puedo menos que echarme a reír. Alguien ha escrito con tiza, sobre la puerta, en grandes letras, el siguiente letrero: ¡66.587 toneladas! ¡Aprendedlo de memoria!"

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